viernes, 15 de abril de 2016

LOS MEJORES PAPÁS DEL MUNDO

                                         
  Antes de antes yo sentía que mi mamá y mi papá eran los mejores del mundo. Creo que casi todos los chicos sienten eso. Digo casi todos porque por ejemplo  mi amiga Mili no conoció a su papá y ella dice que no lo quiere (cosa que es rara porque no lo conoce…) y a mi amigo Ignacio  su mamá lo reta muchísimo y le dice cosas medio feas, así que  le gustaría que su mamá fuera más buena con él y con sus hermanos. Bueno, menos para Mili y para Ignacio, para todos mis amigos, para mi hermanita, para mis primos y para mí los papás de cada uno eran los mejores del mundo.
Y no porque yo los viera perfectos, siempre supe que tenían muchos defectos, pero me parecían maravillosos igual.
Pasó que un día, cuando yo tenía seis  años y Camila, mi hermanita solo dos años, mi papa y mi mamá nos dijeron que se iban a separar. Cami no entendía mucho, pero yo si. Y los miré muy muy enojado, también triste creo. Y les pregunté por qué.
Ellos me dijeron que se querían y que se respetaban mucho, pero que no podían ni querían seguir viviendo en la misma casa. Que cuando fuéramos mas grandes lo íbamos a entender
Y cuando nos explicaron así, más bronca me dio:
Primero: se quieren y se respetan, pero no quieren vivir juntos. No entiendo.
Segundo: no me explican, pero saben que no voy a entender, solo porque soy chico.
Tercero: todos los papás de mis amigos antes de separarse se llevaban mal, se peleaban. Algunos hasta lloraban. Cómo puede ser que parece que está todo bien y está todo mal?
O es que está todo bien pero no quieren que esté todo bien?
O está todo mal y no me doy cuenta?
Bueno, todo eso lo pensé pero no se los dije. Solo pedí que si ahora no entendía que me explicaran todo cuando fuera más grande.
 Creo que quería que todo terminara rápido. Como si fuera un capítulo de una serie de dibujitos. Así pasábamos al siguiente.
En ese momento pensé que soy un papanatas como dice mi abuela. Pero un reverendo papanatas. Mis papás son un cachivache. Así que así, en un abrir y cerrar de ojos pasaron de maravillosos a cachivaches.
Nosotros nos quedamos en casa y papá se fue a la casa de un amigo.
Al principio era todo muy raro. Todos comenzamos a hacer cosas que antes no hacíamos. Mi mamá aprendió a manejar. Mi papá me empezó a ayudar con las tareas de la escuela. Al poquito tiempo Cami dejó los pañales. Yo empecé a juntar la mesa después de comer..
Recuerdo que estuve muchos días con dolor de panza. Fui al médico con mi mamá y después fui al médico con mi papá. Un día mi papá que es psicólogo, me dijo que lo que yo tenía era angustia.
Y no se que pasó, pero no tuve más dolor de panza.
De a poco, aunque yo no entendía demasiado, las cosas se fueron acomodando.
Yo iba a la casa de  papá, que en realidad era la casa de Nico y la pasaba muy bien y en casa con mamá también.
Cuando ya tenía siete años una noche mi mamá nos dijo a Cami y a mi que tenía que contarnos algo importante y que lo quería compartir con nosotros. Daba vueltas y vueltas y nos preguntaba si sabíamos, si nos imaginábamos de que se trataba. Iba y venía… hasta que Cami le dijo: “ ya se mamá: tenés novio”. Nos reímos mucho los tres y yo me di cuenta de que yo no sabía que ya sabía que mi mamá tenía novio y quien era y como era. Y aunque fue raro para mi, sentí que eso era bueno para ella y también para nosotros.
Después de un tiempo, una noche mi papá nos dijo a Cami y a mi que tenía que contarnos algo importante y que lo quería compartir con nosotros. Daba vueltas y vueltas y nos preguntaba si sabíamos, si nos imaginábamos de qué se trataba. Iba y venía… hasta que yo le dije: “ya se papá: tenés novio” nos reimos  mucho los tres y yo me di cuenta de que yo no sanbí que ya sabía que mi papá tenía novio y  quien era y cómo era. Y aunque fue raro para mi, sentí que eso era bueno para él y también para nosotros.
Y desde entonces siento que mis papás no son los mejores del mundo, pero sin duda son los que yo hubiera elegido…




LA MESA DE LA VENTANA.

LA MESA DE LA VENTANA.

  Como todos los martes, desde hacía casi 40 años, Anselmo salió de su casa hacia el bar, exactamente veinte minutos antes de las siete de la tarde.
Intentaba maximizar las rutinas y su mirada se dirigía a recortar aquello que era igual cada martes en ese camino. Sentía que de ese modo podría evitar advertir lo que en verdad era el nudo de la cuestión.
Iba mirando su reloj, desafiándose a pasar por los mismos lugares a la misma hora que cada martes. Seis treinta y cinco la farmacia, seis treinta y nueve la panadería, seis cuarenta y cuatro la casa de Adela, seis cincuenta la placita, seis cincuenta y ocho el bar.
Metió su mano en el bolsillo para constatar, otra vez, que la carta estuviera allí y entró.
Sabía que Miguel llegaría unos minutos después, como todos los martes.
Felipe, el mozo, que apenas llevaba dos o tres años y  que nunca había derramado simpatía, lo abrazó sin decir una palabra. Anselmo hubiera preferido su indiferencia de cada martes, pero respondió con unas palmadas en la espalda y cortó rápidamente para ir a sentarse a la mesa de siempre, al lado de la ventana.
Desde allí, mientas golpeaba suavemente la mesa con los dedos, vio llegar a  Miguel, esperando  que -como cada martes- levantara la mano en gesto de saludo. En verdad, esta vez el gesto fue un esbozo que Anselmo completó con su recuerdo, al que respondió como siempre.
Miguel se sentó a la mesa, frente a Anselmo: “ Hemos quedado nosotros dos”. Anselmo bajó la cabeza. Sacó la carta del bolsillo. “A ver qué dice este atorrante”.
Abrió el sobre. Le temblaban las manos, pero con voz firme comenzó a leer:
“Queridos Amigos: he tomado algunas decisiones. Decidí que es suficiente el tiempo que viví. Agradezco poder elegir el momento y el modo en que quiero irme. Este es un buen momento. Pude estar al lado de mi compañera de toda la vida, cuando ella no pudo decidir.  Mi cuerpo ha empezado a dar señales de desobediencia. No quiero ser necio frente a la elocuencia. Y me autorizo…
Queridos amigos, supongo que la ancianidad otorga estos saberes y, aunque no lo crean me voy con la alegría de lo vivido.
Me alegro de que queden ustedes dos, los únicos creyentes del grupo, porque me augurarán el paraíso aunque no lo merezca.
Amigos…¡hasta siempre!
Juanca”
Trajeron los cortados y sus miradas se clavaron en el café. Cargaron de azúcar las cucharitas y dejaron que el líquido la humedeciera y comenzara a caer esa mezcla blandita. Seguían con los ojos las vueltas de las cucharitas, como si en cada vuelta pudiera pasar algo importante, algo imprevisto. Como si cada vuelta de cucharita prometiera algo diferente.
Tomaron sus cortados, en silencio.
Pidideron otro.
“¿Qué me contás?” Dijo Anselmo.
“Hay ballotage no más” respondió Miguel.





                                                                Jony y Caperucita


Mientras ella le daba un mate en la cama, él le preguntó: “¿Dónde me dijiste que viste el libro Negri? Si me alcanza la guita voy hoy…”  Ella, a quien enternecía ese hobby tan singular que él tenía respondió: “es al lado del lavadero. Si me llevás, lo comprás ahora. Ya tengo la guita”.
Él dio un salto de la cama, se puso de pie,  levantó los 2 brazos con los puños cerrados. Le dio un beso. A ambos les daba mucha alegría cada vez que compraban un libro para la colección. El experimentaba una sensación de ansiedad muy intensa que lo llevaba a hacer todo para encontrarse con su objeto lo antes posible. Y después, cuando lo tenía entre sus manos sentía esa satisfacción que dura mientras  se lee, para luego dar lugar al surgimiento de la necesidad de encontrar otro. Así le pasó desde que compró el segundo. El primero se lo había regalado Zulema. Era lógico, con ella había comenzado todo…
 A la Negri  le contó sobre esto en la misma noche que le habló de amor. La invitó a su modesta casa. Ella encontró los libros y le preguntó.
Allí por primera vez él puso en palabras algo que había armado interiormente, pero que jamás había hilvanado. Se le fue esclareciendo mientras se lo iba contando, mirándola a los ojos,  atrapado amorosamente por la mirada de ella, que era lo que le daba más dulzura a su relato:
“Tuve una infancia dura. Un pibe aguanta hasta que aguanta. Y empezas: primero contenés las lagrímas, después  apretás los dientes, después te empezás a esconder en algún lugar de la casa (que igual no son muchos) a donde te parece que no llegan los gritos, pero llegan a todos lados.
Un día, yo tendría 7 años, cuando la cosa no daba para más, me fui corriendo. Entré en  lo de Zulema, la vieja que tenía el comedor en la otra cuadra. La vieja parecía que siempre tenía cara de enojada, pero nos preparaba los guisos, y el mate cocido y le ponía garra… Y la puerta estaba siempre abierta.
Entré. No me preguntó nada. Me miró a los ojos y se habrá dado cuenta de que yo hacía fuerza para no llorar. Me dio un vaso de agua y se quedó ahí sentada al lado mío. Yo miraba el piso. Para mi que ella estaba nerviosa, pero disimulaba. Entonces fue a buscar un libro. Y trae Caperucita Roja. Yo, que no sabía si estaba más triste o más enojado por lo que me pasaba, la miré con odio y le dije que tenía 7 años, que ese libro era para chiquitos y que además me lo sabía de memoria. Ella me dijo: A que este no lo sabés! y empezó a inventar como otro cuento de Caperucita. Y yo, que lo único que quería era olvidarme de lo que pasaba en mi casa la escuché y hasta me reí. Un poco porque era gracioso y otro poco porque la vieja le ponía tanta onda, que me daba lástima.
A partir de ahí, cada vez que yo no me aguantaba en mi casa corría como un loco a lo de Zulema. Yo mismo le traía el libro y ella contaba alguna payasada. Eso pasó muchas, muchas veces y yo se lo agradezco tanto, porque si yo no la hubiera tenido a ella… no se.
Cuando tenía 16, Zulema ya había cerrado el comedor y yo ya me las arreglaba mejor cuando pasaban esas cosas. Ya me había agarrado un par de veces a trompadas con mi viejo. Un día le pedí el libro. Para mi era como que era mío. Le dije que si me lo podía dar y a la vieja que era dura, re dura se le llenaron los ojos de lágrimas y me lo dio. Y también  me dio uno que era de Caperucita, pero no era el cuento que todos conocemos. Y  me dijo que había visto que había muchas versiones de Caperucita que había varias en la librería del Pelado y que cuando las vio se acordó de mi. Y ahí fui y me compré otro.
Por eso ahora tengo 8  de Caperucita, pero son todos distintos”.
La Negri acarició cada uno de los libros como si fueran de terciopelo. Después acarició las manos de Jony y se las besó. Y aquella noche, ella se quedó y casi,  no volvieron a hablar.  


Luego de más de  3 años,  esa mañana, Jony llevó a la Negri al lavadero y entró a la librería de al lado. Cuando le preguntaron “te puedo ayudar en algo?” respondió sonriendo “me dijo mi novia que tenés “Caperucita Roja contado por el Lobo ”.
                                                                   Despertar
Salió a caminar, como lo hacía dos o tres  veces a la semana. No se sentía del todo bien, pero necesitaba hacer esa salida. Quería pensar y debía hacerlo en soledad…
En lo últimos veinte años  Poco a poco se convirtió en un hombre bueno, liviano y aparentemente feliz…se había desprendido de su propia esencia, como quien cambia de traje, de ropa, de disfraz.
Dejó la facultad de medicina, donde se había conocido a su mujer. Ya no usa pantalones de colores y  remeras sueltas.
Se afeita a diario, junta su ropa al terminar de bañarse. Habla con sus hijos y concurre a las entrevistas con sus maestras. Tiene un trabajo digno, que le permite ocuparse de las tareas del hogar, para que su mujer pueda ejercer su profesión sin obstáculos.
Ocupa un  lugar en la mesa familiar de los domingos y muy de vez en cuando piensa que podría hacer alguna otra cosa.
En algún momento vendió la batería y la guitarra.
No es que esto le pese, no. Tampoco se trata de que esté mal… es que él ya no se reconoce. Y ya no están a su lado quienes podrían hacerlo.
¿Cómo ha llegado a esto?  ¿El amor?
Seguramente ambos recuerdan la misma versión: esa muchacha pelirroja, con su cabellera revuelta, fresca y audaz lo conmovió. En aquel entonces él era un chico excesivamente delgado, tímido, solitario. Era poco expresivo y llevaba su cabello largo, atado y una barba desprolija en la que parecía esconderse.
Pocas cosas realmente le interesaban: el jazz y sus lecturas de filosofía. Su mirada profundamente triste  daba cuenta de una existencia signada por el dolor. El encuentro con ella fue, sin duda una reconciliación con la vida.
El sentía por esto sincera gratitud. No sabía exactamente cuando el precio comenzó a ser  demasiado elevado. Pero es este el instante en el que lo puede ver.  
Recuerda con nostalgia aquellos tiempos… él se había dejado llevar por esa mano, la de ella, tan bella, tan blanca, tan suave, con el dolor y la esperanza de un niño que ha perdido a su madre en una multitud.
Tiempos en los que sintió que su vida se encendía, que las aguas se movían, se agitaban-
 Y ahora… este matrimonio pleno de acuerdos y de progresos, esta mujer bella, sociable y amable con todo el mundo, estos hijos tan satisfechos. Este empleo cómodo y bien pago. Esta comida sana, esta casa decorada, estos horarios establecidos. Estas certezas, este orden… todo le es ajeno. Esta vida no le pertenece a aquel joven triste y desgarbado, que jamás pensó su futuro. Y ahora ya no es ese muchacho y tampoco es este hombre que aparenta ser. Lo invade un vacío, una puntada en el estómago, el nudo en la garganta. Reconoce su cuerpo. Ahora es sólo eso: la puntada, el nudo, el vacío. Detiene el paso. No puede continuar. Tampoco puede regresar. Está prácticamente solo en la calle. Respira profundo. Siente su respiración. Permanece así.
Se siente inexplicablemente optimista, como si estuviera despertando de una pesadilla al alba con el día por delante.






                                                Crónica de una Fiesta Inolvidable

Mi amigo Tato había decidido casarse.
Jamás pensé que eso fuera posible, aunque era un tipo fiel, amoroso y llevaba varios años en pareja.
Vino a decírmelo con bastante anticipación, ya que harían una gran fiesta en la ciudad de la costa en la que viven. Alli´construyeron un complejo de cabañas bellísimo que se transformó en su fuente de trabajo y en su hogar.
Ambos, pero sobre todo él, fueron muy rigurosos con la lista de invitados. Deseaban que el día de su casamiento estuvieran solamente aquellas personas a las que las uníoa un lazo afectivo, personas que por algún motivo tuvieran un lugar importante para la pareja.
Esperé con mucha alegría y gran ansiedad que llegara el día. (además nuestras hijas eran pequeñas y no abundaban las oportunidades para salir solos con mi marido.) Viajamos un día antes con mi madre que haría de niñera para la ocasión.
Fue un día de noviembre radiante. El cielo estaba completamente azul y la temperatura era muy agradable.
Teníamos que ser puntuales. A las 12 la ceremonia civil se realizaba en el salón del complejo de cabañas (su morada).
Llegó el momento. Nos dirigimos al lugar.
A partir de allí, todo lo que siguió fue increíblemente bello, onírico, cinematográfico…
Al llegar nos recibían los novios, emocionados y hermosos.
Mi amigo Tato abrazaba íntimamente y decía unas palabras al oído a cada uno de sus invitados, los que nos fuimos ubicando en algún sitio del salón desde el que se pudiera apreciar bien la ceremonia. Esta tuvo, además de las palabras de la jueza, algunas de los novios, que nos emocionaron profundamente, ya que revelaban el amor, la admiración y el compromiso recíproco, a la vez que el encantamiento conservado luego de varios años de convivencia.
Los presentes nos mirábamos unos a otros sonrientes, cómplices, emocionados. Llorábamos y sentíamos una intensa conexión que tejía sinceramente los mejores deseos para esta pareja.
Los colores, la música, la comida eran exquisitos.
Los invitados nos íbamos encontrando y descubríamos a cual de las historias conocidas a través de nuestros amigos se correspondía “esa cara”.
No hubo-como suele haber en algunas fiestas actuales- lugares asignados, ni tiempos estrictos, ni sutiles mandatos de ninguna especie. Todos nos sentíamos totalmente libres.
Algunos amigos de la pareja narraron hermosos cuentos de amor, otros cantaron, otros reconstruyeron la historira de la relación entre los novios.
Las horas pasaban. Comíamos, bailábamos, hablábamos, bebíamos.
Llorábamos. Nos reíamos.
En ese hermoso clima comenzó a caer el sol. Hicimos una pausa de unas horas y continuamos celebrando esa noche. Nadie quería que aquella fiesta concluyera….
Ya de madrugada nos fuimos algunos. Otros se quedaron. Durmieron allí y desayunaron juntos.
A la tarde de ese día Tato y Osvaldo se iban a continuar su fiesta en la luna de miel. Los invitados los fuimos a despedir colmados de felicidad y advertidos del privilegio del que estábamos gozando por ser partícipes de tan maravilloso evento.

   
                                                                           Crecer…
   Josefina se puso a pensar en lo que significaban en su vida Manuela y Lorenzo. Sus dos amigos del alma, sus dos verdaderos amigos, como le gustaba decirles en notas que escribía en horas de clase en los márgenes de las hojas de carpeta.
Josefina pensó que eran tan importantes para ella por muchas razones (y también por algunas sinrazones) Juntos comenzaron el jardín y ya están terminando la Primaria. No pudo evitar remontarse a aquellos tiempos que hoy le parecen lejanos, como a veces sienten los adultos.
Apenas tenían cuatro años y  a ellos les contó que iba a tener un hermanito;  con ellos lloró la muerte de su abuela cuando estaban en segundo grado. Ellos fueron los primeros en ir a su casa nueva cuando se mudó.
 Juntos andaban en bici y patinaban. Juntos pasaban tardes de chocolatada y juegos. Juntos pasaban noches de películas y proyectos. Días de carcajadas y complicidad.  Sus verdaderos Amigos habían compartido los momentos más importantes de su vida.
Sus padres y sus compañeros de escuela les decían “los super amigos”. Eran inseparables.
Josefina sólo había guardado un secreto. Uno solo: le gustaba Lorenzo. Había imaginado en soledad mil veces que cuando fueran más grandes podían ser novios.
Esa tarde Manuela quiso charlar con ella a solas. Josefina imaginó que ya no podía guardar el secreto. Sin dudas se había dado cuenta. Su amiga la conocía demasiado como para ocultárselo. Además sería lindo compartirlo con ella. No se lo había dicho absolutamente a nadie. Así que pensó en cuántas cosas podría decirle su amiga entrañable. Y también lo contenta que se pondría.
Pero grande fue la sorpresa y la desilusión cuando Manuela le contó “su” secreto: estaba enamorada de Lorenzo.
Josefina se quedó muda, perpleja. Le empezaron a caer lágrimas por las mejillas. Como si estuviera frente a un espejo Manuela estaba igual: muda y perpleja. Las lágrimas corriendo por sus mejillas.
No pudieron seguir hablando. Manuela se fue, seguramente comprendiendo todo lo que no fue posible ni necesario decir…
Y allí quedó Josefina con su tristeza y sus recuerdos. Con su dolor en el pecho. Con sus ganas suspendidas, con su globo desinflado. Con su sonrisa borrada. Con la presencia de un vacío que no sabía con que llenar. Con la sensación de un tiempo que se va y un momento del que no se puede volver…
Lloró hasta secarse. Cuando sintió que ya no podía llorar más pudo empezar a pensar.
Pensó que el amor tiene muchas, muchísimas formas. Que el amor hace que estemos juntos a pesar de muchas cosas…
Pensó en las personas a las que amaba y pensó en cómo esas personas  amaban a otros.
Pensó en cuánto amaba a Manuela y sintió profundamente que no dejaba de amarla.
Pensó en cuánto amaba a Lorenzo y sintió que ese amor no tenía una única forma posible.
Y su cuerpo se fue calmando. Y las luces de su corazón comenzaron a encenderse.
Como de pronto se dio cuenta de que había crecido y la verdad es que todo eso quería compartirlo con sus amigos entrañables, con sus “super amigos”…








                                                                   Domingo.                                                                                                                                                       
                                                                                                                                                                  
    Desde que soy muy pequeña, intenté evitar el encuentro conmigo del domingo por la tarde. He realizado los planes más insospechados, más incoherentes. He ido a visitar personas a las  que apenas conozco o-lo que es peor- a las que apenas soporto. He concurrido a encuentros con grupos de gente con la que no me interesa  relacionarme. He asistido a conciertos, muestras de arte, cafés literarios, parques de diversiones. He llevado a pasear a los hijos de mis hermanos y de mis amigas…
   Este absoluto rechazo por encontrarme en soledad los domingos por la tarde (y solo en esos momentos) ha ido tomando tal magnitud, que en algún momento no pude dejar librado al azar del mismo domingo la elaboración del plan que me garantizara evitar tal situación. Comencé a armarlo los sábados. Luego los viernes y, así sucesivamente hasta llegar a organizar los domingos de todo el mes (el mes anterior). Pero, aún así, sentía como una amenaza la llegada del fin de semana…He imaginado semanas sin domingos a la tarde, o con lunes feriados permanentes. Y rápidamente descubría que ese terrible malestar se trasladaría al final de cualquier tipo de semana.  
   Miraba mi agenda  llena de domingos. He llegado a tacharlos… Me compraba agendas de esas a las que llaman “perpetuas”, en las que el usuario es quien debe poner el día de la semana y la fecha, con el único objetivo de no verlo escrito, como si de ese modo no existiera algo llamado domingo.
   Me pasé años destinando energía física y mental a la evitación. He ido complejizando las maniobras. Y, lógicamente, a mayor complejidad, mayor temor al fracaso de las mismas.
   Mi vida llegó a transformarse en un verdadero absurdo. Yo comencé a avergonzarme y a desplegar recursos para ocultar esto que para mi, ya era un verdadero problema.
   Pasaron años en los que nada fallaba y si, eventualmente sucedía, elaboraba rápidamente un programa alternativo.
   Una tarde, había acordado con bastante antelación una cita con la actual mujer de mi ex marido. Obviamente ese encuentro sólo podría llegar a interesarme un domingo, en ausencia de cualquier otra cosa que me interese. La ridiculez de este plan me angustiaba poco menos que  quedarme sola en casa. La situación fue que cuando me estaba preparando para salir, ella me envió un mensaje de texto diciendo que no iba a poder ir. Yo me desesperé. Empecé a llamarla compulsivamente. Le dejé mensajes rogándole por favor que al menos nos viéramos un rato, que yo podía ir a dónde ella me dijera. Me desesperé. No podía pensar en una propuesta alternativa. No se me ocurría. La llamaba. Le mandaba mensajes. Lloraba.
   En un momento me detuve. Me vi. Estaba completamente loca. Desquiciada. Pero ya no había nada que hacer con ese domingo. Nada.
   Por primera vez en décadas estaba yo. Sola. En casa. El domingo. Sentí una tristeza inmensa, indescriptible. El domingo una está mas sola. El domingo a la tarde la esperanza se desvanece, el pensamiento nos consume. Se envejece cada domingo.
   Dada la situación decidí ir hasta el final, a la profundidad de la tarde, de la angustia.
   Me encontré, así como estaba, frente al espejo: con el maquillaje chorreando por la cara, el pelo mojado, desprolijo, la blusa desprendida.
   Y en ese instante, se me cayeron sobre el cuerpo todos y cada uno de los ridículos y estúpidos domingos de mi vida.
   Descubrí que jamás me había preguntado por qué… y me dejé llevar por donde esta pregunta me llevó. Pasé  por mi infancia, por mis soledades, por el aburrimiento y el aturdimiento. Por los miedos más legítimos y por los más absurdos… pasé por el enojo y la locura. Pasé por los deseos y los fracasos.  Los sueños postergados. Algunos recuerdos. La alegría.
  Lloré, canté, reí.
   Finalmente miré por la ventana. Nunca había visto desde esa ventana la calle un domingo a la tarde. Era diferente a cualquier otro día en ese horario. Me sorprendió. Y empecé a escribir.

   Desde entonces los domingos escribo. Sin tiempo y sin razón. Para nada y para nadie. Por el placer y la satisfacción de hacerlo: simplemente escribo…