LA MESA DE LA VENTANA.
Como todos los
martes, desde hacía casi 40 años, Anselmo salió de su casa hacia el bar,
exactamente veinte minutos antes de las siete de la tarde.
Intentaba maximizar las rutinas y su mirada se dirigía a
recortar aquello que era igual cada martes en ese camino. Sentía que de ese
modo podría evitar advertir lo que en verdad era el nudo de la cuestión.
Iba mirando su reloj, desafiándose a pasar por los mismos
lugares a la misma hora que cada martes. Seis treinta y cinco la farmacia, seis
treinta y nueve la panadería, seis cuarenta y cuatro la casa de Adela, seis
cincuenta la placita, seis cincuenta y ocho el bar.
Metió su mano en el bolsillo para constatar, otra vez, que
la carta estuviera allí y entró.
Sabía que Miguel llegaría unos minutos después, como todos
los martes.
Felipe, el mozo, que apenas llevaba dos o tres años y que nunca había derramado simpatía, lo abrazó
sin decir una palabra. Anselmo hubiera preferido su indiferencia de cada
martes, pero respondió con unas palmadas en la espalda y cortó rápidamente para
ir a sentarse a la mesa de siempre, al lado de la ventana.
Desde allí, mientas golpeaba suavemente la mesa con los dedos,
vio llegar a Miguel, esperando que -como cada martes- levantara la mano en
gesto de saludo. En verdad, esta vez el gesto fue un esbozo que Anselmo
completó con su recuerdo, al que respondió como siempre.
Miguel se sentó a la mesa, frente a Anselmo: “ Hemos quedado
nosotros dos”. Anselmo bajó la cabeza. Sacó la carta del bolsillo. “A ver qué
dice este atorrante”.
Abrió el sobre. Le temblaban las manos, pero con voz firme
comenzó a leer:
“Queridos Amigos: he tomado algunas decisiones. Decidí que
es suficiente el tiempo que viví. Agradezco poder elegir el momento y el modo
en que quiero irme. Este es un buen momento. Pude estar al lado de mi compañera
de toda la vida, cuando ella no pudo decidir.
Mi cuerpo ha empezado a dar señales de desobediencia. No quiero ser
necio frente a la elocuencia. Y me autorizo…
Queridos amigos, supongo que la ancianidad otorga estos
saberes y, aunque no lo crean me voy con la alegría de lo vivido.
Me alegro de que queden ustedes dos, los únicos creyentes
del grupo, porque me augurarán el paraíso aunque no lo merezca.
Amigos…¡hasta siempre!
Juanca”
Trajeron los cortados y sus miradas se clavaron en el café.
Cargaron de azúcar las cucharitas y dejaron que el líquido la humedeciera y
comenzara a caer esa mezcla blandita. Seguían con los ojos las vueltas de las
cucharitas, como si en cada vuelta pudiera pasar algo importante, algo
imprevisto. Como si cada vuelta de cucharita prometiera algo diferente.
Tomaron sus cortados, en silencio.
Pidideron otro.
“¿Qué me contás?” Dijo Anselmo.
“Hay ballotage no más” respondió Miguel.
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