Domingo.
Desde que soy muy pequeña, intenté evitar
el encuentro conmigo del domingo por la tarde. He realizado los planes más
insospechados, más incoherentes. He ido a visitar personas a las que apenas conozco o-lo que es peor- a las
que apenas soporto. He concurrido a encuentros con grupos de gente con la que
no me interesa relacionarme. He asistido
a conciertos, muestras de arte, cafés literarios, parques de diversiones. He
llevado a pasear a los hijos de mis hermanos y de mis amigas…
Este absoluto rechazo por encontrarme en soledad los domingos por la
tarde (y solo en esos momentos) ha ido tomando tal magnitud, que en algún
momento no pude dejar librado al azar del mismo domingo la elaboración del plan
que me garantizara evitar tal situación. Comencé a armarlo los sábados. Luego
los viernes y, así sucesivamente hasta llegar a organizar los domingos de todo
el mes (el mes anterior). Pero, aún así, sentía como una amenaza la llegada del
fin de semana…He imaginado semanas sin domingos a la tarde, o con lunes
feriados permanentes. Y rápidamente descubría que ese terrible malestar se
trasladaría al final de cualquier tipo de semana.
Miraba mi agenda llena de domingos. He llegado a tacharlos… Me
compraba agendas de esas a las que llaman “perpetuas”, en las que el usuario es
quien debe poner el día de la semana y la fecha, con el único objetivo de no
verlo escrito, como si de ese modo no existiera algo llamado domingo.
Me pasé años destinando energía física y mental a la evitación. He ido
complejizando las maniobras. Y, lógicamente, a mayor complejidad, mayor temor
al fracaso de las mismas.
Mi vida llegó a transformarse en un verdadero absurdo. Yo comencé a
avergonzarme y a desplegar recursos para ocultar esto que para mi, ya era un
verdadero problema.
Pasaron años en los que nada fallaba y si, eventualmente sucedía,
elaboraba rápidamente un programa alternativo.
Una tarde, había acordado con bastante antelación una cita con la actual
mujer de mi ex marido. Obviamente ese encuentro sólo podría llegar a interesarme
un domingo, en ausencia de cualquier otra cosa que me interese. La ridiculez de
este plan me angustiaba poco menos que
quedarme sola en casa. La situación fue que cuando me estaba preparando
para salir, ella me envió un mensaje de texto diciendo que no iba a poder ir.
Yo me desesperé. Empecé a llamarla compulsivamente. Le dejé mensajes rogándole
por favor que al menos nos viéramos un rato, que yo podía ir a dónde ella me
dijera. Me desesperé. No podía pensar en una propuesta alternativa. No se me
ocurría. La llamaba. Le mandaba mensajes. Lloraba.
En un momento me detuve. Me vi. Estaba completamente loca. Desquiciada.
Pero ya no había nada que hacer con ese domingo. Nada.
Por primera vez en décadas estaba yo. Sola. En casa. El domingo. Sentí
una tristeza inmensa, indescriptible. El domingo una está mas sola. El domingo
a la tarde la esperanza se desvanece, el pensamiento nos consume. Se envejece
cada domingo.
Dada la situación decidí ir hasta el final, a la profundidad de la
tarde, de la angustia.
Me encontré, así como estaba, frente al espejo: con el maquillaje
chorreando por la cara, el pelo mojado, desprolijo, la blusa desprendida.
Y en ese instante, se me cayeron sobre el cuerpo todos y cada uno de los
ridículos y estúpidos domingos de mi vida.
Descubrí que jamás me había preguntado por qué… y me dejé llevar por
donde esta pregunta me llevó. Pasé por
mi infancia, por mis soledades, por el aburrimiento y el aturdimiento. Por los
miedos más legítimos y por los más absurdos… pasé por el enojo y la locura.
Pasé por los deseos y los fracasos. Los
sueños postergados. Algunos recuerdos. La alegría.
Lloré, canté, reí.
Finalmente miré por la ventana. Nunca había visto desde esa ventana la
calle un domingo a la tarde. Era diferente a cualquier otro día en ese horario.
Me sorprendió. Y empecé a escribir.
Desde entonces los domingos escribo. Sin tiempo y sin razón. Para nada y
para nadie. Por el placer y la satisfacción de hacerlo: simplemente escribo…
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