viernes, 15 de abril de 2016

                                                                   Domingo.                                                                                                                                                       
                                                                                                                                                                  
    Desde que soy muy pequeña, intenté evitar el encuentro conmigo del domingo por la tarde. He realizado los planes más insospechados, más incoherentes. He ido a visitar personas a las  que apenas conozco o-lo que es peor- a las que apenas soporto. He concurrido a encuentros con grupos de gente con la que no me interesa  relacionarme. He asistido a conciertos, muestras de arte, cafés literarios, parques de diversiones. He llevado a pasear a los hijos de mis hermanos y de mis amigas…
   Este absoluto rechazo por encontrarme en soledad los domingos por la tarde (y solo en esos momentos) ha ido tomando tal magnitud, que en algún momento no pude dejar librado al azar del mismo domingo la elaboración del plan que me garantizara evitar tal situación. Comencé a armarlo los sábados. Luego los viernes y, así sucesivamente hasta llegar a organizar los domingos de todo el mes (el mes anterior). Pero, aún así, sentía como una amenaza la llegada del fin de semana…He imaginado semanas sin domingos a la tarde, o con lunes feriados permanentes. Y rápidamente descubría que ese terrible malestar se trasladaría al final de cualquier tipo de semana.  
   Miraba mi agenda  llena de domingos. He llegado a tacharlos… Me compraba agendas de esas a las que llaman “perpetuas”, en las que el usuario es quien debe poner el día de la semana y la fecha, con el único objetivo de no verlo escrito, como si de ese modo no existiera algo llamado domingo.
   Me pasé años destinando energía física y mental a la evitación. He ido complejizando las maniobras. Y, lógicamente, a mayor complejidad, mayor temor al fracaso de las mismas.
   Mi vida llegó a transformarse en un verdadero absurdo. Yo comencé a avergonzarme y a desplegar recursos para ocultar esto que para mi, ya era un verdadero problema.
   Pasaron años en los que nada fallaba y si, eventualmente sucedía, elaboraba rápidamente un programa alternativo.
   Una tarde, había acordado con bastante antelación una cita con la actual mujer de mi ex marido. Obviamente ese encuentro sólo podría llegar a interesarme un domingo, en ausencia de cualquier otra cosa que me interese. La ridiculez de este plan me angustiaba poco menos que  quedarme sola en casa. La situación fue que cuando me estaba preparando para salir, ella me envió un mensaje de texto diciendo que no iba a poder ir. Yo me desesperé. Empecé a llamarla compulsivamente. Le dejé mensajes rogándole por favor que al menos nos viéramos un rato, que yo podía ir a dónde ella me dijera. Me desesperé. No podía pensar en una propuesta alternativa. No se me ocurría. La llamaba. Le mandaba mensajes. Lloraba.
   En un momento me detuve. Me vi. Estaba completamente loca. Desquiciada. Pero ya no había nada que hacer con ese domingo. Nada.
   Por primera vez en décadas estaba yo. Sola. En casa. El domingo. Sentí una tristeza inmensa, indescriptible. El domingo una está mas sola. El domingo a la tarde la esperanza se desvanece, el pensamiento nos consume. Se envejece cada domingo.
   Dada la situación decidí ir hasta el final, a la profundidad de la tarde, de la angustia.
   Me encontré, así como estaba, frente al espejo: con el maquillaje chorreando por la cara, el pelo mojado, desprolijo, la blusa desprendida.
   Y en ese instante, se me cayeron sobre el cuerpo todos y cada uno de los ridículos y estúpidos domingos de mi vida.
   Descubrí que jamás me había preguntado por qué… y me dejé llevar por donde esta pregunta me llevó. Pasé  por mi infancia, por mis soledades, por el aburrimiento y el aturdimiento. Por los miedos más legítimos y por los más absurdos… pasé por el enojo y la locura. Pasé por los deseos y los fracasos.  Los sueños postergados. Algunos recuerdos. La alegría.
  Lloré, canté, reí.
   Finalmente miré por la ventana. Nunca había visto desde esa ventana la calle un domingo a la tarde. Era diferente a cualquier otro día en ese horario. Me sorprendió. Y empecé a escribir.

   Desde entonces los domingos escribo. Sin tiempo y sin razón. Para nada y para nadie. Por el placer y la satisfacción de hacerlo: simplemente escribo…

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